Julio – Un cuento de Amor

Hace aproximadamente 20 años, en el Café del Dodge en Palo Alto (CA), empecé a escribir lo que soñé sería una historia de 12 cuentos, cada uno contando una historia de amor en algún lugar. La primera fue “Julio”, la cual se desarrollaba en Estambul, una ciudad a la que nunca había ido pero que me atraía enormemente. Desde allí, a miles de kilómetros de Turquía, escribí el primer cuento de esto que podría ser un recuento de 12 historias de amor y de sueños. Hace poco, caminando por Venecia, me encontré al doblar en una esquina con el original Café del Dodge, y sentí que esto era un mensaje.. por lo que aquí les comparto “Julio”, espero les guste:

JULIO:

Taruk era pobre, muy pobre, más de lo que él quisiera y más de lo que la mayoría de la gente pudiera creer. Había nacido en una familia de muy bajos ingresos, donde el padre los había abandonado desde chicos y su madre trabajaba como podía, rebuscando su vida en el Gran Bazar, o mejor en el Kapalıçarşı cómo en aquel barrio lo conocían. Saadet su madre tenía 5 hijos, lo que eran muchas bocas para alimentar para aquella pobre mujer, de espíritu simple y autoestima baja. Después de que su marido la abandonó, se levantaba todos los días más por la rabia de no dejarse morir por aquel abandono, que por el deseo mismo de vivir aquella vida que su dios le había dado. En las noches pensaba que ese era su destino, propiciado tal vez en castigo por algún pecado de sus padres que ella desconocía.

Cuando Saadet salía al mercado cada día, sus hijos quedaban cada uno a su propio destino, ya que su madre no tenía ni el temple, ni la mente para cuidar de aquellos 5 hijos, barones y hambrientos, en aquella ciudad que cada día le parecía más grande, más agresiva y sí, más triste. Normalmente Taruk la acompañaba al Gran Bazar, y allí gastaba el día recorriendo sus callejones y hablando con cada persona que se encontraba. Era un joven tímido, pero inquieto, y ese deseo de aprender y de preguntarlo todo lo hacía romper su timidez. En el Bazar era conocido porque todos los días recorría sus callejuelas con una sonrisa fresca y un deseo de saberlo todo que se le veía en sus ojos, y le salía por su boca con preguntas detalladas e inquietas que hacía a todos aquellos que se atravesaban en su camino.

De donde eran los famosos pistachos de la tienda Malatia Pazari? eran realmente de Irán?, y las esencias de dónde venían?, y como hacían para que su olor durara tanto?, era cierto que tenía intestinos de gato? Sus preguntas eran sinceras, indiscretas, y en la mayoría de los casos, se quedaban sin repuesta, porque aquellos contertulios de bazar sabían poco o menos que él de aquellas encrucijadas del intelecto.

De todas aquellas personas, el más cercano a Taruk era Ugur, un hombre mayor que vendía lámparas de aceite antiguo recolectadas por todo el mundo, o al menos, era lo que él decía.  A Ugur, aquel niño le llamaba profundamente la atención; solo vio a su madre un par de veces y pudo adivinar el desgano de aquella mujer por la crianza de sus hijos.  Lo impresionaba la vivacidad de Taruk, su deseo de aprender y su coraje para mantenerse vivo, y mucho más, sonriente, considerando toda su historia. Ugur adivinó que aquel niño nunca había pisado una escuela y que nunca lo haría, por lo que decidió enseñarle un par de cosas. Empezó con matemáticas ya que se imaginó que tendría que saber algo de números para poder ganarse la vida. Acordaron dos clases por semana, las cuales se llevarían a cabo los martes y jueves a las 2:00 p.m. en punto. El horario fue escogido porque aquellas eran las horas más vacías del bazar y así, pensó Ugur, podría luchar contra su sueño y tedio de una forma más productiva, en lugar de oír aquellas historias de radio que tanto le gustaban, pero que tan poco le servían.  Las clases empezaron un 1 de junio, para que coincidieran con la entrada del verano. Desde las primeras clases, Taruk mostró como siempre un deseo intenso por aprender, una inteligencia mayor a la que Ugur esperaba y una habilidad natural para los números. En las primeras semanas, pudieron estudiar las sumas simples de un solo dígito, y ya en la tercera semana pasaron a la suma con dos dígitos, lo que era un gran logro para Ugur, quien pensó inicialmente que aquel escuálido Taruk no pasaría de saber sumar más allá de 10. El primero de julio, cuando el calor se intensificaba al máximo y la humedad se hacía casi irresistible, Ugur y Taruk iniciaron con las clases de resta, para pasar después de 3 semanas a la división. Aquel niño era disciplinado e inteligente, y se había propuesto aprender más rápido que cualquiera. Empezó por primera vez en su vida a soñar, y su primer sueño fue convertirse en el hombre más rápido en saber contar, multiplicar o dividir de aquel bazar. Pensaba que todos los demás pedirían su ayuda cuando no pudieran hacer un cálculo complejo, o cuando sus viejas calculadoras se descompusieran; todo el mundo lo conocería en el gran bazar y se haría famoso, sería reconocido y así, su madre estaría orgullosa de “el gran Taruk el matemático”.

A los 5 meses de estar estudiando con el Señor Ugur, Taruk ya dominaba la suma, la resta, la multiplicación y la división, lo cual para él era no solo un gran logro, sino que también lo hacía creer que era especial. Su caminar había cambiado, así como la mirada de sus ojos. Se le podía ver a aquel chico más confiado, con la superioridad que da el creer que se sabe más que lo que lo otros saben, o lo que es lo mismo, ignorar lo que el otro sabe y creerse ingenuamente que aquello que él sabía, era más de lo que los demás sabían. Siendo como fuera, aquel conocimiento y aquellos sueños le hicieron sentir más vivo, con más sueños y con más, mucho más deseo de aprender.  Lo que no sabía Taruk era que para su edad, ya todos los niños sabían no solo esto, sino muchas otras cosas. Pero él no lo sabía y aquella ignorancia ese era su gran secreto! Caminaba confiado y seguro, como aquellos que van por el mundo sin saber que una gran sorpresa los esperaba muy pronto.

Las clases con el señor Ugur continuaron por muchos meses más. Pasó aquel invierno y llego una nueva primavera, y para ese nuevo mayo, ya Taruk estaba aprendiendo a escribir de manera corrida. Con una letra terrible, las palabras le fluían en el papel de forma graciosa y ligera. A parte de las clases con el señor Ugur, poco más pasaba en la vida de Taruk. Algunas veces salía del Bazar y se dirigía al parque de Cankurtaran, donde se sentaba por largas horas a ver el agua y el mar. Allí soñaba, lo cual era su plan preferido; en aquel parque podría ver como el Bósforo iniciaba ese trayecto a través de aquellos continentes, mezclándose de forma tranquila y placentera, como era su vida hasta aquel día, a pesar de la pobreza que asfixiaba y el hambre que le recordaba quien era y de donde venia. Allí, viendo el mar, viendo como las olas se acariciaban una a otra y esos dos continentes parecían tan cercanos que así se tocaban al final de cada orilla del Bósforo, pensó por primera vez en el amor. Se imaginó allí su vida de genio matemático, con un gran amor, uno que encontraría y con el cual se quedaría para siempre. Se preguntaba allí sentado, si aquel amor vendría por el Bósforo, o si tal vez la traería uno de tantos barcos que veía cruzar por aquel estrecho…. Viniendo tal vez de Asia o Europa, o de alguna región lejana, cargada de historias y de nuevas cosas para contarle y aprender aún más. Soñaba con alcanzar algún día el Mediterráneo y recorrer sus costas, bañarse en sus aguas y, porque no, pasar unos días en una playa de Italia o España de esas famosos que veía en los calendarios del gran bazar. Soñaba con ese mar que veía y con todos los sitios adonde este lo podría llevar; soñaba con todo, y con todos, con la ingenuidad y la chispa que solo pueden aquellos que no tienen nada y que, por esto, creen todo sueno igual de posible e imposible al mismo tiempo: de la anda al todo siempre habrá un solo paso, pensó aquel día.

Su vida pasó así, entre tardes de clases, recorridos por el bazar y conversaciones con todo tipo de personas, a las cuales Taruk les preguntaba de todo, de donde eran, porque habían terminado en el bazar, que buscaban y, la misma pregunta que siempre hacia a cada uno de ellos: Cuáles eran sus sueño. Así, Taruk supo que el señor Ozpetek, quien tenía un puesto de antigüedades en el sector Mahmut Paşa Kapısı del Gran bazar, había antes tenido una librería cerca al Parque Yildiz en el norte de la ciudad, pero se había quebrado, momento en el cual tomó las pocas cosas que le quedaban  y se dirigió al gran bazar, donde sabría que encontraría una solución a sus problemas, como tantos habían encontrado allí por siglos enteros. También conoció a Tolga, un joven negro que trabajaba de ayudante en una tienda de telas en otro sector del Bazar, y cuyo gran sueño era ser jugador de futbol en el Galatasaray, por lo que todas las tardes salía de su trabajo y se iba a practicar futbol, con el sueño más que de ser profesional, de un día salir de pobre y de tener que comer. Conocía también a la señora Akalay, quien soñaba con un día aprender a hacer fragancias y jabones con esencias, como las que hacía mucho tiempo había visto hacer a su abuela, pero con la desgracia que todas sus recetas de fragancias se habían perdido al momento de su muerte. Conoció entre otros al señor Turgul, de quien aprendió el arte de seleccionar las mejores y más frescas verduras y quien era capaz de saber si unos tomates eran adecuados para una deliciosa sopa de Domates, o si era mejor llevar aquel día unas buenas berenjenas para hacer un buen puré ó Patlican salatasi como lo conocían allí. De todos aquellos aprendió tantas cosas, todas buenas y positivas, que hicieron que aquel joven viviera y construyera un mundo irreal, extraño a su realidad, construido con base en ideas, enseñanzas y sueños recolectados y grabados mentalmente en aquellas tardes en al parque Cankurtaran.

Sus días eran tranquilos, y comía de aquello que le daban. Su sed de aprender y de ser alguien algún día, lo hacían olvidar de donde estaba, de su familia, y de la desgracias que le esperaba cada noche al llegar a su casa. Sus hermanos vivían de forma desordenada. Su hermano mayor, Yavuz, se había convertido en ladrón de baratijas en las tiendas del bazar, por lo que no era querido por nadie allí. Le seguía Saadri, quien se había ido hacía muchos años de la casa y nadie sabía nada de él, se rumoraba que estaba en Ankara o tal vez en Sinkan, pero nadie se había tomado el trabajo de ir a buscarlo, ya que tal vez era una bendición que se hubiera ido. Ahmet era su único hermano cercano y quien había escogido una buena pero dura vida trabajando de ayudante en un mercado en la ciudad antigua. Algunas noches, cuando el cansancio no los vencía, hablaban de cómo sería la vida cuando crecieran y compartían sus sueños y deseos. Ahmet fue siempre bueno con Taruk, quien era el menor de sus hermanos, y nunca intentó persuadirlo de sus grandes sueños, ni le dijo la verdad sobre el mundo y, mucho menos, le hablo del amor. Nadie tuvo el valor de decirle a Taruk que, en aquella sociedad, para encontrar a la mujer de sus sueños debería tener dinero y posición, dos cosas que Taruk no tenía y tal vez nunca podría tener. Su gran riqueza eran los sueños, y esos a duras penas le alcanzarían para conquistar un perro, o un gato callejero de su vecindario, pero nada más. Desde tiempos inmemoriales, allí en Constantinopla conseguías la mujer que tus ingresos y tu estatus te permitían conseguir. La gran ventaja de Taruk era que no sabía esto tampoco, y como no lo sabía, para él dicha realidad no existía, lo que le permitía seguir soñando con ser famoso en el bazar y encontrar el amor, el de su vida.

Lo de Taruk era el clásico engaño de la ignorancia, que siempre crees que te hace feliz, hasta que la verdad y la realidad te abofetean en la cara con tanta fuerza y tanta rapidez, que no te da tiempo de reaccionar ni mucho menos de darte cuenta de que es lo que está pasando. Es en ese momento, aquella ignorancia se odia y se desprecia, y se añora la verdad, aunque la misma hubiera llevado implícito el veneno para los sueños, y por ende, para la dicha vivida que fueron los mismos sueños. Pero allí, en aquel verano caluroso de aquella ciudad, Taruk no lo sabía, y su ignorancia lo hacía feliz.

Frente al local del señor Ugur, existía una tienda reputada y famosa llamada Cankurtarán, donde se vendían especies, jabones con esencias, inciensos y muchas otras cosas. Por aquellos días, el señor Arkin, su dueño, sufrió una terrible enfermedad y no pudo volver a atender su local en el Bazar. Arkin se ganaba la vida y la de su familia comprando y vendiendo también extraños frutos secos traídos de África y del Mediterráneo.  Ante aquella calamidad, lo tradicional era que el hijo mayor tomara el lugar del padre y siguiera con el negocio familiar, pero Arkin no tenía hijos, solo una hija, un perro enfermo y su vieja esposa. Ante esto, la familia tomó una decisión casi  subversiva para aquella época, ya que Melike su única hija tomaría su lugar en el bazar. Sería solo por unos días mientras su padre se recuperaba, pensaron todos. De nuevo, la ignorancia y le desconocimiento de lo que traería el futuro los dejaría a todos tranquilos y confiados, o al menos, menos compungidos ante la ignorancia de todo lo que aquella simple decisión traería, y que cambiaría la vida de tantos.

Melike significa reina en Turco, y el nombre había sido elegido por su padre porque aquella hija única era eso para él, su princesa, alrededor de la cual giraba todo su mundo y el de toda su familia. Ella era hermosa, bajo cualquier término que se le mirara. Tenía una tez blanca, muy blanca para haber nacido en aquella parte del mundo; tenía unos ojos miel, profundos como el Bósforo; sus labios eran tan delicados como los más bellos Tulipanes que crecían en aquella tierra; su cuerpo era pequeño, pero hecho con una simetría tal que era prueba viviente de los cálculos de la perfecta anatomía y las proporciones humanas planteada siglos atrás por Miguel Angel; seguro aquel genio encontró a Melike en alguno de sus sueños y plasmó sus medidas como aquellas que reflejaban la simetría perfecta. Pero aparte de ser bella, tenía una inteligencia superior y un carácter que hacía que aquellos hombres fuertes y curtidos se vieran débiles y afeminados a su lado. Ella era una diosa encarnada por un tiempo en el cuerpo de un humano, hasta aquel momento, solo con la función de alegrar aquella familia.

El caos fue total cuando todo el bazar se enteró de la llegada de Melike; hombres de todos los tipos iban a comprar aquellos dátiles, jabones y esencias, solo con el pretexto de verla. Aquellas ventas nunca se habían visto en aquel local. Melike en su inocencia propia de sus 20 años recién cumplidos creía que aquello había sido producto de su carisma y de su capacidad natural para las ventas. Aquello había sido, según ella, la prueba de que había venido a este mundo para algo más que ser bella.

Para Taruk, la llegada de Melike fue alucinante, aterradora y caótica. Alucinante porque nunca había visto una mujer tan bella en su vida; tampoco imaginó nunca que aquella belleza pudiera convivir con aquel carácter y aquella inteligencia. Fue aterradora por todo aquello que empezó a sentir: sudaba sin control, no podía dejar de pensar en ella y su corazón parecía salírsele cada vez que la veía. Y fue Caótica porque aquella rutina que por tantos años lo había hecho feliz, se vio transformada por un permanente desasosiego, un deseo permanente de todo y de nada y una locura inentendible para él.

Al principio pensó que era obra de alguno de los demonios de aquellos que decían deambulaban por aquel bazar. Por varios días seguidos, dejo de ir al parque de Cankurtaran y cambió su rutina para ir al templo de Sultanahmet Camii ó la mezquita azul, buscando allí tal vez la liberación de aquellos demonios que habían hecho que su vida estuviera al revés.  Camino largas jornadas por la calle Istiklal, desde la plaza Taksim  hasta la esquina de Galatasaray, buscando gastar su ansiedad en aquellas antiguas baldosas que habían visto recorrer a tanta gente por sus calles, cada uno con sus propios sueños y demonios por espiar a lo largo de aquellas calles y cafés.  Allí recordó que alguna vez en su niñez había oído que a Adnan, un vecino de su madre le había dado mal de ojo, y la única solución fue la de nadar desnudo en el Bósforo al amanecer cuando la luna estuviera en menguante. Buscando ahogar ese mal de ojo en el Bósforo, Taruk casi se ahoga una madrugada porque a duras penas sabía nadar, y en ese momento prefirió vivir su locura, fuera cual fuera, que terminar con sus demonios muriendo ahogado en el intento.

Sus días eran largos y angustiosos, ya que cada minuto que pasaba, lo único que deseaba era poder ver a Melike, sentirla cerca, verla de lejos y saberla allí; eso lo hacía feliz de una forma que nunca se había imaginado. Un primero de julio, jueves para ser más exacto, no pudo contener más aquello que sentía en su interior, y corrió por las calles de aquella ciudad vieja y derruida, y lloró, sin saber porque; tal vez el alma ya estaba presintiendo todo aquello que traería aquel amor descontrolado, loco e inocente, que se había desarrollado ignorando todo aquello que hacia al amor lo que era en aquella ciudad: un acto consentido entre dos familias, que buscaban asegurar su futuro.

Ese día lloró, y grito, y sufrió, por primera vez en su vida. Lo peor era que su dolor era por alguien que no conocía, alguien con quien solo había cruzado un par de miradas y de quien solo había podido sentir su olor en un par de ocasiones, solo eso. Nunca había llorado ni por su madre, ni por su padre, ni por tanto dolor que había visto en su vida, para que aquel acto de ver y añorar a una desconocida lo descompusiera de ese modo. No lo entendía, no se entendía y eso lo hacía llorar aún más. Llegó a su casa como pudo y allí encontró a Ahmet, su fiel hermano, quien lo consoló y lo dejo llorar sin criticarlo y sin intentar detener su llanto. Lloraron juntos esa noche, con un llanto contenido por años, un llanto lleno de hambres, abandonos, dolores y soledad, mucha soledad. Allí, ese par de hermanos por primera vez consientes se sintieron solos, solos en un mundo que tal vez no había sido hecho para soñadores como ellos, para espíritus libres que no estaban amarrados a lo que la sociedad y su pueblo decían que deberían ser. Aquella noche, entre llantos y risas, su hermano le contó que lo que sentía era amor, un amor de aquellos locos como es el primero, que normalmente es el más profundo y que es difícil que se repita. Su hermano tuvo la suficiente consideración para no decirle a Taruk que aquel dolor debería ser más profundo, porque jamás podría estar con aquella mujer, a menos que un milagro pasara, lo que era poco probable en aquella pobre y dejada parte de la ciudad.

Aquella noche Taruk durmió su primer amor, y soñó, y suspiró, todo por una mujer a la cual había solo mirado a los ojos un par de veces y de la cual solo sabía que se llamaba Melike, que significaba reina, la reina de ahí en delante de sus sueños y su vida.

Al día siguiente se sintió cambiado al despertar, como aquellos que se acuestan niños y se levantan hombres, hombre más fuertes, más curtidos, más enamorados y más duros.

Ese día en el bazar, sus caminadas fueron una fiesta, ya que quería contarle a todos que eso, lo que el tenía, no eran demonios, sino que era amor, amor puro, del verdadero, y que era por Melike!.

Aquella tarde, el señor Ugur lo notó raro, con una alegría extraña y ajena a lo que había sido Taruk en todos aquellos años en los que lo había conocido. Lo dejó vivir su sueño por un par de horas, pero justo a las 3:00 p.m de aquel 2 de Julio y justo antes de que Taruk saliera a su caminada triunfal al parque del Cankurtaran, el señor Ugur le hizo la infame pregunta de a que se debía esa gran sonrisa. Inocente, Taruk le contó a su gran amigo de su amor, de su alegría y si, de sus sueños con Melike. El señor Ugur no pudo contener su risa, y esa carcajada retumbo por todo el bazar, destrozando y helando a la vez cada uno de los nervios y huesos de Taruk. Ugur se reía de corazón, sin pensar que su risa causaba esa herida infinita en el alma de Taruk, ya que no se imaginaba ni remotamente que alguien pudiera ser tan inocente de tener aquellos sueños, sueños imposibles y efímeros, que contrariaban milenios de tradición. Al ver la cara de incomprensión de Taruk, Ugur dejó su risa, recupero su compostura, se sentó y le pidió a Taruk que se sentara a su lado. Alzó la mirada y le pidió a su esposa que le trajera dos tés, que era la bebida de hombres cuando tenían que tener una conversación seria, tan seria, que cambiaría la vida de mucha gente.

Ugur empezó por contarle como se había construido el imperio Otomano, sujeto a reglas, tradiciones y normas que habían hecho grande a su pueblo por siglos y siglos. Aquellas reglas podrían ser difíciles de entender, pero era las que los habían llevado a donde estaban.  Taruk estaba intrigado, sin saber bien a donde iría a terminar aquella conversación, pero sabía que no terminaría en un buen lugar para él. Al llegar las tasas de té, Ugur estaba contándole como había conocido a su esposa, quien era la hija de unos buenos amigos de sus padres, y con quien sus familias habían acordado su boda. Le contó en ese momento, la verdad más terrible y escalofriante que Taruk habría podido imaginar en su vida: que el amor allí no venia del corazón y del alma, sino que eran contratos acordados por familias con base en la conveniencia mutua y el sueño de la preservación de la familia y de la estirpe.

Taruk pregunto, incrédulo, como podría ser aquello y le contó a Ugur todo aquello que él había sentido por Melike desde que la había visto por primera vez, y le pregunto si alguna vez Ugur lo había sentido. Ugur no supo que responder, porque nunca había sentido algo ni parecido y, con el ánimo de salir rápido de aquel entuerto, le dijo que aquello eran solo sueños y quimeras de chiquillos y que la vida real era mucho más que eso: hijos, trabajo, futuro y oportunidades, las cuales nunca llegarían si ambos no pertenecían a clases similares.

Clases parecidas, pensó Taruk?, lo más parecido a la suya eran los perros callejeros del bazar, a los cuales al menos alguien les daba una caricia o una patada de cuando en vez.  Taruk no supo que paso en aquel momento, pero si supo que algo murió en ese mismo instante dentro de sí.  Tal vez fueron los sueños todos de un tajo, o tal vez, la fe en la vida; nunca lo sabría con certeza.

Busco refutar al señor Ugur, pensando tal vez que entre más vociferara, más cierto podría ser su argumentó. Grito, sacudió su cabeza, miro al cielo y al fin, hizo lo único que podría hacer: llorar. El señor Ugur lo tomó entre sus brazos y lo abrazo, y al mismo tiempo, en él también se murió un poco la fe en aquella sociedad en la que habían vivido, y la que hoy le robaba los sueños a su querido amigo Taruk.

Ese día, para Taruk murieron también las caminatas en el parque Cankurtaran y las tardes de ver el Bósforo. Siguió con las clases con el señor Ugur, pero cada vez, sus temas se enfocaron más en filosofía y si, en religión. Taruk quería entender, ya fuera por la filosofía, la religión o lo que fuera, porque pasaba aquello en su vida. Pero nada le lograba explicar aquella situación sin sentido, tan lógica y clara para todos, pero tan inexplicable para él.

En aquellas tardes, siguió viendo a través del bazar a Melike, y por segundos su corazón sentía lo mismo: aquella locura infinita, aquel deseo de alcanzar el cielo de la mano de su bella Melike;  pero al siguiente segundo, su mente opacaba todo aquello y lo cubría con la rabia y el desasosiego con las que se cubren todas aquellas cosas que no entendemos y que en el fondo nos negamos a aceptar.

Melike lo miraba, un poco confundida, sin saber que significaban aquellas miradas de Taruk. Ella sabía quién era, y había oído de sus grandes habilidades matemáticas y de su incesante interés por saberlo todo y preguntarlo todo. Le intrigaba aquellos ojos negros y tristes que la miraban de cuando en vez a través del bazar, y que le trasmitían al tiempo tanto dolor y tanto cariño.  No alcanzaba a descifrarlos, ni entendía que era todo aquello.

Taruk por el contrario se propuso con gran empeño olvidarla, y olvidarse de una vez por todas de aquella tontería que llamaban amor. El amor no era algo para los de su clase ni para nadie de su ciudad, según lo que había oído. El amor solo era un mito promovido por novelas rosas, tontas todas aquellas que hablaban de parejas irreales, con sentimientos irreales, que vivían seguro en tierras de fantasía y de cuentos. Se esforzó en fin por convencerse a sí mismo que el amor, aquel tan profundo y cierto que había sentido, no era para él y que, en el fondo, no existía.

Lucho por convencerse y casi lo logra, excepto por una noche en que soñó con Melike. En aquel sueño, ella lo llamaba con vos tierna desde lejos, le pedía que no la dejara y no abandonara aquel amor que sentía por ella, mientras le confesaba en secreto que ella también lo quería y los soñaba. Al final de aquel extraño sueño, Melike lo beso en sus labios y aquello que Taruk sintió, nunca lo había sentido en su vida. Si eran sueños, si era falso, todo aquello se sentía tan verdadero que había podido sentir y recordar el olor de Melike, había podido sentir el sabor de sus besos, tocar la suavidad de sus labios y sentir el calor de sus brazos. Todo tan real, que se despertó sudando, con un sonrisa grabada en su cara que no se la pudo quitar durante todo el día siguiente.

En la mañana se fue al bazar, sin saber que sentiría al ver a Melike después de aquel sueño. Llegó al bazar temprano en la mañana, tomo un café negro y cargado como acostumbraba cada mañana con su amigo Emre en el extremo norte del bazar, hablaron un poco de política y del futbol, como siempre hacían, y emprendió el camino hacia el local del señor Ugur, donde sabría vería indefectiblemente a Melike. Caminó por horas, dando vueltas entre los callejones del bazar, tal vez queriendo dilatar su llegada al máximo, o perderse de algún modo en aquel vericueto de tiendas y de gente. Pero al cabo de dos horas y veinticinco minutos, tal y como aquello que debe pasar pasa a pesar de todo, Taruk llegó donde el señor Ugur y lo primero que vio fue a Melike, mirándolo directo a los ojos y con la mirada de aquellos que buscan algo que se les había perdido. En ese momento, Taruk vio lo que pareció una sonrisa de Melike al verlo, como diciéndole que donde había estado, que extrañaba su mirada, que necesitaba su presencia en aquella mañana para emprender su día y recordó, recordó su sueño, y allí parado entre toda esa gente, cerró sus ojos, y soñó con Melike, y la vio de nuevo en sus sueños feliz, entre sus brazos, y allí en esos  sueños la beso con todas sus fuerzas.

Al abrir los ojos, el ajetreo del lugar lo estremeció y lo sacó como un relámpago de su sueño, y al voltear a ver de nuevo a Melike, ella estaba ya atendiendo unos nuevos clientes en el otro extremo del local. En ese instante, sintió que su mundo cambió, su pobreza se convirtió en riqueza producto de aquel amor, su dolor se volvió coraje y su derrota fuerza.

Ese día no fue al parque Cankurtaran, sino que caminó hacia el otro extremo de la ciudad. Recorrió todo el bulevar de Ciragan, pasó por enfrente del parque de Yildiz y después de varias horas de caminar, inserto en sus pensamientos, llegó al Primer Puente y al cruzar el Bósforo, vio al Bósforo mezclarse tan fluidamente con el mar. Aquellos dos mares tan distintos, separando aquellos continentes tan lejanos, pero mezclándose allí tan plácidamente, entrelazando sus corrientes con cariño y allí, nadie les preguntaba porque lo hacían o con qué derecho; aquellos dos solo fluían, como fluyen las corrientes que no pueden detenerse, arrastradas por fuerzas sobrenaturales más allá de toda comprensión, tal y como era su amor por Melike.

Tomó el tranvía a su casa, y luego el bus N. 6 hacia Ataşehir, el cual tomaba la ruta más larga para llegar a aquel barrio a las afueras de la ciudad. Al llegar a su casa, su cuerpo estaba cansado, su mente exhausta, pero su corazón firme en que esa misma noche, debería encontrar una solución para aquel amor.

Durmió profundamente, como aquellos que duermen con la confianza puesta en el infinito, sin saber cómo ni de dónde llegará la solución, pero seguros de que sus preguntas y plegarias tendrían respuesta. Al día siguiente se levantó temprano, y aprovecho para tomar un café con su madre. Hacía más de cinco años no la veía en las mañanas, más por desinterés que por falta de tiempo. Aquella mañana, se sentaron y hablaron como grandes amigos. Sin saberlo, sus corazones se estaban despidiendo, porque sabían que aquella sería la última mañana de Taruk en aquella casa y en aquella ciudad. Taruk salió de su casa, y hubiera querido despedirse de su hermano Ahmet, pero éste no había llegado a casa aquella noche.

Tomó el destartalado bus como lo hacía todas las mañanas, pero aquel día decidió detallar cada calle que pasaba y descubrió las mismas caras con las que compartía cada mañana aquel trayecto pero que nunca había observado claramente, y quiso gravárselas en su mente, como si supiera que aquel sería su último recorrido en aquel bus.

Taruk llego al bazar, y se dirigió al ala norte para tomar su acostumbrado café con su amigo Emre. Aquel día sin embargo no hablaron de futbol ni de política, solo de la vida y por primera vez, Taruk le preguntó a su amigo cuales eran sus sueños. Emre le respondió que largarse a ser rico en algún rincón del mundo, más por salir del paso que por responder con el corazón, ya que se apenaba de decirle que su gran sueño era algún día, poder ser cocinero, y tener su propio restaurante para hacer unos buenos Kebas, un pollo con miel o un Lüfer, tal y como los hacía su madre.

Taruk se despidió de Emre con un abrazo, algo que nunca había hecho.

Camino con prisa por el bazar, sabiendo que se dirigía a algo inevitable, a un encuentro con su suerte que no podría evadir y que debía enfrentar de una vez por todas.

Aquel primero de Julio, justo cuando comienza el verano más fuerte, Taruk se acercaba no solo al local del señor Ugur, sino también a sus sueños, y al momento de quiebra de lo que sería toda su vida conocida.

Llegó al local y lo primero que cruzó por su mirada fue Melike y la encontró mirándolo, con sus ojos vivos, felices de verlo, llenos de vida y reconfortados por verlo allí, por saberlo allí, y por saber que él pensaba en ella. En aquellos segundos, esas miradas lo decían todo.

En ese instante, Taruk supo exactamente lo que tenía que hacer. Recordó historias antiguas que contaba su madre de hombre que robaban mujeres, y que las llevaban tan lejos que nadie nunca los había podido encontrar. Sin saber de sus actos, Taruk corrió hacia Melike, la tomó con cariño por los pies, la montó en sus hombros y corrió, sin mirar atrás, dejando toda su vida conocida, sabiendo que entre sus brazos llevaba lo único importante para él de ahí en adelante y por el resto de sus días.  Corrió por aquellas calles que tanto había recorrido, y nunca miro atrás. No supo si alguien lo noto o no, no supo si el señor Ugur alcanzó a ver tal acto de locura, pero la verdad, no le importaba.

Corrió con todas sus fuerzas y su corazón parecía que se fuera a estallar, pero no sabía si era por el esfuerzo o por la emoción. Siendo flaco y desgajado, pudo cargar a Melike y correr con tantas fuerzas que el mismo se sentía más grande, más fuerte y si, más sabio.

Al llegar a la calle Harsircilar no sabía bien que hacer, y no se imaginaba como nadie había intentado detenerlo ante aquella aberrante imagen de él corriendo con una mujer gritando en su espalda. En ese momento se dio cuenta de que él si estaba corriendo, como un loco era cierto, pero Melike no había gritado, ni llorado, ni mucho menos pedido auxilio. En ese momento, supo que debía dirigirse al parque Cankurtaran, donde todos sus sueños se habían construido. Aligeró el paso al llegar en frente del hotel Halic, y desde allí vio un barco listo para salir a navegar por el Bósforo. Sin saber a dónde iba, corrió con sus últimas fuerzas para alcanzar ese barco, tal y como corre alguien para alcanzar aquel arcoíris donde cree está su tesoro escondido. Con sus últimas fuerzas alcanzó a saltar al barco justo antes de que este dejara el muelle.

Sobre la cubierta de aquel barco, descargó con todo su cuidado a Melike, y se preparó para lo peor, esperando las recriminaciones y gritos de aquella mujer sorprendida y asustada por tal acto de barbarie. Al tomarla por la cintura, sintió su cuerpo suspirando, estremecido, contagiado por una emoción extraña que recorría aquella piel. Taruk la descargó sobre la cubierta del barco, Melike le tomó la mano, la paso suavemente por sus mejillas blancas, las beso con ternura y acercó luego sus labios a Taruk, y lo beso, con ternura, con pasión, con paz. Retiró sus labios, lo miró a los ojos y le dijo “llevo todo un año esperando que lo hicieras”. Se pararon ambos, se tomaron de la mano mirando al frente, hacia el Mediterráneo, y nunca, nunca miraron atrás.

Juan Felipe